«MANDAO» Que chulos nuestros pueblos!!!
La convivencia en los pueblos es más estrecha, más cordial, más cercana que en el medio urbano, y las personas no somos números, seres casi anónimos que no se conocen, sino que tenemos nombre e incluso apodos que nos individualizan.
Y esa convivencia da lugar a muchos personajes, situaciones, momentos e incluso expresiones curiosas y entrañables. Y una de esas expresiones muy socorridas y abundantes en la vida de un pueblo es el “mandao”. Para hablar sobre este tema no hace falta recurrir a ningún archivo ni legajo, sino que basta con salir a la calle un día en una localidad cualquiera y forma parte, por tanto, de la crónica diaria de la vida de los pueblos, donde, más de una vez oímos la siguiente conversación:
– ¿Dónde vas?
– A un “mandao”.
El “mandao” es una expresión plurivalente en la que no hay que escarbar, porque sería una indiscreción. Nos valemos de ella cuando vamos a la tienda, a realizar cualquier gestión burocrática, a hacer alguna visita o a mil cosas que con esa expresión no descubrimos.
Pero ¿a qué obedece esta expresión? ¿Qué intención hay detrás de ella? Está claro que en los pueblos todos nos conocemos y todos sabemos la forma de vivir, el carácter, los virtudes y defectos de los demás. Parece como si no hubiera vida privada. Por eso necesitamos, en algunas ocasiones, tener pequeños secretos que los demás no pueden desvelar, un pequeño dominio íntimo cerrado. Y a esa necesidad de intimidad, de “propiedad privada” responde esta expresión. Es como un caparazón que, al menos por un momento, nos cubre de la mirada de los demás.
Es por ello por lo que en la ciudad no existen los “mandaos”, antes al contrario, uno está deseando encontrarse alguien conocido para contarle sus idas y venidas.
Para terminar, una anécdota que corrobora todo lo dicho:
Una vecina mía, ya fallecida, que tenía como apodo “la Pequeña del Guardia” y usaba mucho esta expresión, pues siempre salía de su casa con su cesta (aunque no pensara traer nada en ella) y, cuando le preguntaban dónde iba, siempre respondía lo mismo: “A un mandao” y nadie se enteraba nunca de su destino. Pero en cierta ocasión, al atardecer, se encontró con una paisana, apodada la Sisa, en una esquina y la conversación fue la siguiente:
– ¿Dónde vas, Pequeña?
– A un mandao, ¿y tú?
– A otro mandao.