TIEMPO DE TRADICIONES

MATANZA DEL CERDO

Invierno de 1942…

¡Ha pasado tanto tiempo!

Apenas empezaba a entibiarse la escarcha de los adobes del corral, mi corazón de niño saltaba sobresaltado por el gruñido del cerdo de once arrobas que habíamos criado desde San Juan…

Bajaba las escaleras saltando, hasta darme de morros con alguno de los mayores, que se afanaban por ayudar al abuelo en la dura tarea, familiares, vecinos, amigos…

Yo, por hacer algo, tiraba del rabo del cerdo. ¡Niño, deja ya de joder la marrana, majo!.

Olor a cebolla, efluvios de pimentón, de especias y vahos, de humos y mantecas, aromas imborrables en la memoria del tiempo.

La vejiga. Cuando se seque, qué alguien le haga un globo al niño.

…Y yo feliz. Veía el ir y venir de las mujeres cargadas de barreños con las tripas, preludio de riquísimas morcillas, del caldo mondongo, de los torreznos y de la fiesta venidera, donde todos, nos reuníamos a probarlos, acompañados con los dulces que hicieron en el horno de la panadería, pastas de manteca y esponjosos bizcochos de naranja…

Amanecía un nuevo día, el cerdo ya bien oreado, y yo otra vez corriendo, otra vez en medio para ver destazar al marrano, para meter la nariz sobre la duerma del picadillo.

Y ya todos juntos, compartiendo, celebrando, sintiendo la música, probando todo y viviendo mucho las sensaciones…

Y por la tarde, recién cocidas las morcillas a hacer de recadero, a la casa del señor cura, del médico, de mi tía la del Medio. Toma, hijo, unas rosquillas blancas. Y yo: mecá que día más bueno.